Hace
ya una semana que culminaron Los Juegos Panamericanos de Guadalajara 2011. Luego
de dieciséis años, por fin al país se le concedió ser la sede de la justa
deportiva más importante del continente, la cual, a lo largo de los diecisiete
días de competencia deja a la luz muchas cosas positivas.
Rumbo a los juegos olímpicos venideros en
Londres 2012, México se posiciona como cuarto mejor país americano, esto, al superar
con creces las expectativas creadas (de apenas 24 medallas doradas) antes del
inicio de los juegos, consiguiendo 133 preseas en total. De ellas 42 fueron de
oro, 41 de plata y 50 de bronce. Un tope muy alto para las ediciones
posteriores.
Aludamos un poco en lo deportivo. Si bien
es cierto, que este récord en el medallero se logró con base a la delegación más
nutrida en la historia de estos juegos, lo que hace suponer que lo alcanzado
tome tintes de “obligatorio”. También es cierto que dadas las condiciones de
organización en el deporte mexicano, no estaba previsto tal éxito, pues es de
todos sabido que los federativos, no han tenido la eficiencia en el manejo
institucional detrás del escritorio. Y si no, ahí tenemos el caso del equipo de
basquetbol, que se subió a la plataforma de competencia, prácticamente horas
antes de la ceremonia de inauguración, es decir, fue integrado casi, casi al
vapor. No obstante, nos brindaron una participación que roza la excelsitud al conquistar
la medalla de plata. Un logro loable por dondequiera que se le vea.
El objetivo del presente, no es sólo el
aspecto deportivo, sino más bien otro, por tanto, dejemos de lado el mismo y
prosigo con lo siguiente.
Hemos de sentirnos felices y orgullosos al
ver como los atletas connacionales obtuvieron resultados históricos; de ver una
organización ad hoc para un evento de tal magnitud; de ver el sentido
hospitalario y la belleza de la capital jalisciense, una ciudad, que
internacionalmente se ha tildado como emblemática del país; de ver ceremonias
de apertura y clausura dignos. Por esto y más, tenemos motivos más que
suficientes, que nos permitan reafirmar nuestro sentido de pertenencia, orgullo
y optimismo nacional.
Estos juegos ayudaron a resquebrajar una
cadena de decepción y pesimismo de los últimos años, mostraron de nuevo al
mundo nuestra capacidad y creatividad, destacando desde luego, el talento de
los compatriotas en competencias de alto nivel y que sin duda reconstruyeron en
cierta medida la distorsionada imagen del país. Una imagen de violencia y
corrupción. Coadyuvaron a recordar las potencialidades y capacidades que
poseemos, sofocadas en la mediocridad de estos años, muy a pesar de gente
excepcional dentro de las ciencias, las artes, el deporte, etc.
Es consabido que el sentido de identidad y
orgullo nacional, para que se dé en cualquier país, es la resulta de una madeja
de innúmeros factores, como son la familia, el lenguaje, el paisaje y las
tradiciones que acompasan el tiempo de nuestra vida en sociedad.
Últimamente,
las naciones se hallan inmersas en un mercado asaz competitivo, que exige a
cada uno, una innovación permanente y de alto desempeño y que ha dado lugar a
la proliferación de organismos dedicados a la probable confusa y ociosa tarea,
de colocar a los países en un ranking según con resultados obtenidos en ciertos
ámbitos. Esto quiere decir que el nacionalismo se ha retrepado recientemente en
divergentes factores, conexos con la conquista de los mejores lugares mundiales
en aspectos clave de la vida asociada. Es entonces, que la identidad se
acrecienta conforme las personas observan que en el exterior se amplía el
reconocimiento en lo concerniente a su potencia financiera o productiva, del
desarrollo científico-tecnológico, su bienandanza de vida, de civilidad y
seguridad al cohabitar, de una unificación equilibrada con la naturaleza, en
fin, del respeto ganado a pulso cosmopolitamente. Pero sobre todo, porque son
sabedores que ese éxito es consecuencia de acciones en conjunto, y de acciones
sostenidas y no aisladas, en otras palabras, gobierno y ciudadanía comparten una
dirección común y convincente, el la que cada miembro se encarga de la ejecución
de responsabilidades concretas.
Desde esta perspectiva de éxito, en cuanto
a la supremacía relativa de una nación sobre las otras en campos determinados,
los juegos organizados en La Perla Tapatía
nos dejan un gran aprendizaje. Y ese es, que podemos llegar a ser mejores sin
declaraciones beligerantes, invasiones, desprecio cultural o étnico, etc. Sin embargo,
dejemos de suponer que el gobierno por sí mismo y mediante la subyugación de
las personas es la clave del éxito, porque no lo es.
La pasividad del mexicano incomoda
seguramente a muchos, y es que longevamente se ha supuesto que un proyecto de
gran nación, donde los problemas sean zanjados, el alcance de metas
significativas; el éxito en la economía, en educación, en el terreno científico,
incluso de equidad social, debe sustentarse exclusivamente en el poder y con
los recursos con los que cuenta el Estado y, ya en lo práctico, en la nada
congraciada clase burocrática.
A muchos nos es clara la idea de que para
la obtención del éxito nacional, debemos involucrarnos y corresponsabilizarnos
todos los sectores sociales, hacer de esto, una empresa colectiva. Implica pues,
en principio de un Estado y un gobierno, y por supuesto, más recursos. Y al tratarse
de una acción colectiva, se demanda organización y para ello, un dirigente,
pero para ser líder no basta ser protagonista, no es suficiente con mandar, en
la errónea y arraigada idea de que ordenar a diestra y siniestra es sinónimo de
buenos resultados y que la sumisión del resto resulta condición cardinal para
la eficacia. Hoy por hoy, dirigir es coordinar a un conjunto de actores corresponsabilizados
en lograr metas de valor común.
Tomemos pues, la cátedra que Los Juegos
Panamericanos de Guadalajara 2011 nos deja y hagamos a un lado la pasividad que
tanto daño nos ha hecho y nos mantiene sumergidos en este atolladero y en un próspero futuro que no ha sido más que pospuesto a lo largo de nuestra historia.