lunes, 24 de septiembre de 2012

VIAJAR EN METRO


     Como cada mañana de camino a cumplir con mis deberes del rol que desempeño en esta sociedad. Por lo general, llevo un periódico en la mano y sobre los hombros una mochila con dos o tres libros, aunado a mis inseparables audífonos. Evidentemente el traslado a mi destino se dan en las famosas “horas pico”, por tanto, esperanzas de hallar asiento en los gusanos metálicos naranjas es una sueño guajiro.

     Aunque, cuando ocupo el servicio por ahí de las seis de la mañana, la afluencia de usuarios no es tanta y el servicio de los trenes es medianamente fluido. La cuestión es que al abordar uno de los vagones, uno tiene que sacar el instinto de supervivencia y de la ley del más fuerte para poder asirse a uno de los tubos y en una de esas posicionarse “cómodamente” para poder practicar un poco de lectura en pie, una práctica que no obstante requiere cierta sofisticación y una de esas tener dotes cuasi contorsionistas. Pero, como seguramente ya dedujeron, ese gusto dura poco, pues en la siguiente estación, baja, pongamos, una persona, pero ¡suben como diez! Esta proporción de descenso y ascenso de uno a diez, por supuesto, no es ninguna buena señal.

     Uno ya no puede dedicarle tiempo a su lectura, sino que se ocupa de salvaguardar un poco de espacio vital para la oxigenación, para moverse o ya de plano para mantener la dignidad intacta ante tanto arrimón humano. Sin embargo, eso no lo es todo, a la siguiente estación, la proporción de pocos descensos y muchos ascensos se mantienen, las mochilas resultan objeto de presiones y si traes paraguas, este se convierte en un arma; sientes codos sobre los riñones, estómagos prominentes sobre unos más prominentes todavía; personas delgadas desapareciendo entre cuerpos voluminosos; narices bajo las axilas, etc. Se torna pues, en una especie de promiscuidad de arrimarle a todo mundo todo lo que se pueda arrimar, hay sudor y hedor. Pero ya ni quejarse es bueno, si ya nos toca hay que aguantarse. Además, debido a mi estatura, tengo acceso a una capa de aire un poco menos viciado por esos aromas producto de la fricción entre cuerpos.

     Como muchos de nosotros sabemos, la historia empeora de estación en estación, de modo que uno llega a pensar que en ese espacio cúbico ya no cabe ni una persona más, pero ¡oh sorpresa!, no hay idea más errónea, nunca falta quien de un modo u otro parece tener el cuerpo de goma y a base de empujar y ser empujado por quienes esperan sobre el andén culmina con acrecentar la masa humana que ya ocupa el vagón. Uno después de ver esto, supone que se trata de personas mutantes con la capacidad de estrechar su cuerpo a límites inimaginables, tales habilidades sin duda desarrolladas a partir de la necesidad de subsistir o de mantener un empleo o llegar a tiempo a clases, etc.

     Total, que uno termina pensando en que eso más que ser un mero transporte público es un transporte púbico, por tanta tocadera, aplastamientos, fajes, arrimones, manos que se deslizan entre cuerpos buscando posicionarse no sé en qué sentido, pero que buscan afanosamente un asidero. Un tren del metro es entonces erotismo puro, de sofocamiento y hacinamiento, de sentirle al usuario de al lado vibrarle el aparato ese llamado celular, o de sentir el propio y no poder contestar por temor a rozar partes sexuales al otro. En fin que eso no es vida.

     En fin, que estas historias se repiten miles de veces diariamente. Somos demasiados individuos ávidos de llegar a como dé lugar a tiempo a nuestro destino, que nos importa un bledo si atropellamos o no al de enfrente, o al que intenta bajar. No nos importa en lo más mínimo, al menos en apariencia, enfrentarse a ese sauna llamado metro, con ventiladores que funcionan, pero que las ventilas están obstruidas, por tanto, no sirven para nada, por lo cual el calor se acumula segundo a segundo de manera acelerada ante tanta temperatura o debería decir calentura humana.

     ¡Urge hacer algo con la movilidad urbana subterránea!

domingo, 2 de septiembre de 2012

FENECES


Ya es hora,
es el ahora en el que te vas muriendo;
en tanto yo,
me declaro listo para pararme sobre tu sepulcro.

Lo que queda de ti es parvo,
restan de vos, sólo los despojos,
pero que luchan por permanecerse.
En mis vagos recuerdos
buscas ganarme con tus mejores sonrisas,
pero qué crees,
las memorias están casi olvidadas.

Es cierto, hago un tremendo esfuerzo para no verlos,
para resistirme a tus encantos,
mientras sigo matándote,
mientras continúo enterrándote.

Luego, paladeo un buen vino,
mientras observo a tus recuerdos arrastrándose por el suelo,
crispando las manos, jadeando como perro...
Son tus últimos estertores.

Si, ahora estoy matándote
y son inútiles tus sollozos.
Tus recuerdos entre mis sueños
suplican volver al amor que nunca quisiste,
y que, sin embargo, siempre tuviste.
Y torpemente ahora,
perdón y compasión imploras.

Pero aquí sólo queda indiferencia,
tu
 dolor me es ajeno.
Son ineficaces tus recursos para subsistir,
municiones malditas que usaste contra mí.

Conozco cada gesto tuyo,
cada mirada,
cada mueca,
cada sonrisa,
cada caricia.

Conozco también,
lo cambiante de tus cabellos,
la tersura de tu piel,
tu cintura y su estrechez.

Pero ahora, yaces en el piso,
y obsesivamente me demuestras lo que tu cuerpo
me otorgó por un tiempo
mientras jugábamos sobre nuestro lecho
a lo que tú, fingidamente, llamaste amor.

Tu labor de ahora es infecunda,
mi decisión está tomada.
Enciendo un cigarrillo,
e ingiero un sorbo más de este vino…
Si, ahora en mi memoria estás pereciendo,
es la hora en que aniquilo tus últimos recuerdos…
Es hora de sepultarte,
es hora de que sepas que mi amor a ti ha fenecido.

CONFESIONES

Siempre he sido intenso, no he encontrado otra forma de hacer y ser lo que soy y quien soy. Mi corazón late en ambos sentidos de gozo y angu...