Como cada mañana de camino a cumplir con mis deberes
del rol que desempeño en esta sociedad. Por lo general, llevo un periódico en la mano y sobre
los hombros una mochila con dos o tres libros, aunado a mis inseparables audífonos.
Evidentemente el traslado a mi destino se dan en las famosas “horas pico”, por
tanto, esperanzas de hallar asiento en los gusanos metálicos naranjas es una sueño guajiro.
Aunque, cuando ocupo el servicio por ahí
de las seis de la mañana, la afluencia de usuarios no es tanta y el servicio de
los trenes es medianamente fluido. La cuestión es que al abordar uno de los
vagones, uno tiene que sacar el instinto de supervivencia y de la ley del más
fuerte para poder asirse a uno de los tubos y en una de esas posicionarse “cómodamente”
para poder practicar un poco de lectura en pie, una práctica que no obstante
requiere cierta sofisticación y una de esas tener dotes cuasi contorsionistas. Pero,
como seguramente ya dedujeron, ese gusto dura poco, pues en la siguiente
estación, baja, pongamos, una persona, pero ¡suben como diez! Esta proporción
de descenso y ascenso de uno a diez, por supuesto, no es ninguna buena señal.
Uno ya no puede dedicarle tiempo a su
lectura, sino que se ocupa de salvaguardar un poco de espacio vital para la
oxigenación, para moverse o ya de plano para mantener la dignidad intacta ante
tanto arrimón humano. Sin embargo, eso no lo es todo, a la siguiente estación,
la proporción de pocos descensos y muchos ascensos se mantienen, las mochilas
resultan objeto de presiones y si traes paraguas, este se convierte en un arma;
sientes codos sobre los riñones, estómagos prominentes sobre unos más prominentes
todavía; personas delgadas desapareciendo entre cuerpos voluminosos; narices
bajo las axilas, etc. Se torna pues, en una especie de promiscuidad de arrimarle
a todo mundo todo lo que se pueda arrimar, hay sudor y hedor. Pero ya ni
quejarse es bueno, si ya nos toca hay que aguantarse. Además, debido a mi
estatura, tengo acceso a una capa de aire un poco menos viciado por esos aromas
producto de la fricción entre cuerpos.
Como muchos de nosotros sabemos, la
historia empeora de estación en estación, de modo que uno llega a pensar que en
ese espacio cúbico ya no cabe ni una persona más, pero ¡oh sorpresa!, no hay
idea más errónea, nunca falta quien de un modo u otro parece tener el cuerpo de
goma y a base de empujar y ser empujado por quienes esperan sobre el andén
culmina con acrecentar la masa humana que ya ocupa el vagón. Uno después de ver
esto, supone que se trata de personas mutantes con la capacidad de estrechar su
cuerpo a límites inimaginables, tales habilidades sin duda desarrolladas a
partir de la necesidad de subsistir o de mantener un empleo o llegar a tiempo a
clases, etc.
Total, que uno termina pensando en que eso
más que ser un mero transporte público es un transporte púbico, por tanta
tocadera, aplastamientos, fajes, arrimones, manos que se deslizan entre cuerpos
buscando posicionarse no sé en qué sentido, pero que buscan afanosamente un
asidero. Un tren del metro es entonces erotismo puro, de sofocamiento y
hacinamiento, de sentirle al usuario de al lado vibrarle el aparato ese llamado
celular, o de sentir el propio y no poder contestar por temor a rozar partes
sexuales al otro. En fin que eso no es vida.
En fin, que estas historias se repiten
miles de veces diariamente. Somos demasiados individuos ávidos de llegar a como
dé lugar a tiempo a nuestro destino, que nos importa un bledo si atropellamos o
no al de enfrente, o al que intenta bajar. No nos importa en lo más mínimo, al
menos en apariencia, enfrentarse a ese sauna llamado metro, con ventiladores
que funcionan, pero que las ventilas están obstruidas, por tanto, no sirven
para nada, por lo cual el calor se acumula segundo a segundo de manera
acelerada ante tanta temperatura o debería decir calentura humana.
¡Urge hacer algo con la movilidad urbana subterránea!
¡Urge hacer algo con la movilidad urbana subterránea!