El futuro no es algo que se presente por
sí mismo, sino es producto de decisiones cotidianas. El cúmulo de decisiones
gubernamentales, así como la aglomeración de acciones emprendidas por los
ciudadanos, le dan forma al futuro, al porvenir. Es en este sentido, si no nos
gusta el ahora, es menester que pensemos en las acciones a tomar para que el
futuro no sólo sea diferente, más bien mucho mejor.
Luego, el futuro se construye. Siguiendo
el pensamiento de San Agustín, el tiempo es presente en una tríada de facetas:
1) El presente como lo experimentamos; 2) El pasado como memoria presente; y 3)
El futuro como expectativa presente. Lo que significa que nuestra perspectiva
del tiempo y del futuro nos dice que el presente determina la visión futura y
pasada. No obstante, la del pasado se explica en función de la memoria que
poseamos (algo, que en un artículo anterior cuestioné de sobremanera). En el
caso del futuro, lo fundamental es que nuestras acciones de hoy determinarán el
mañana. Por ello, esta perspectiva debe animar la construcción de un porvenir
mejor.
Si asentimos lo dicho por San Agustín,
entonces, concluiremos que el futuro no es más que lo que efectuemos hoy. Ese
modo de vislumbrar el mundo es igual tanto si lo construimos a conciencia o si
llanamente actuamos como hasta ahora lo hemos hecho. Es decir, la construcción
parte de lo que hacemos y de lo que no: todo se acopia para dar forma a las
tradiciones, políticas, organización económica, social y todo aquello que
conforma al futuro. Reitero, el fututo se construye día a día. Adempero, si no
hay una intención clara, un objetivo manifiesto, entonces, cualquier camino nos
transportará al futuro, pues todos serían análogos.
Cada una de las sociedades que han logrado
transfigurarse y modernizarse, con sus características particularidades, lo
alcanzaron porque lograron crear condiciones propicias para que el proceso se
llevara a cabo. Esto quiere decir que el éxito no se debe al cambio súbito,
sino a que se hizo lo necesario para que acaeciera. Se trata pues de un proceso
intencional que goza de amplia aceptación social. Crear ese sentido de
dirección y organización entre sociedad y gobierno para alcanzar el objetivo es
el reto fundamental de las parcialidades políticas.
Entre la vorágine de la democracia y la
descentralización que ha permeado en México a través de los últimos decenios,
hemos perdido algo elemental: el rumbo al desarrollo que parecía haberse
encontrado luego de un largo lapso de indefinición. Nada peor para el
desarrollo de una nación que la ausencia de una ruta, pues eso deviene en la
pérdida de una claridad sobre el futuro, se demuelen expectativas y, por si
esto no bastara, emergen intereses privados, cuyos beneficios medran de la
desazón del resto poblacional.
La claridad en el rumbo parece haberse
extraviado entre los setenta y los setenta, es decir, con el fin de la etapa
denominada “El milagro mexicano”. Al principio se dio por problemas
estructurales, luego, por lo que aún seguimos padeciendo hoy en día, el
conflicto político. Las reformas durante los ochenta y noventa, incluyendo el
TLCAN, fue un intento por redefinir el rumbo y ganar el apoyo de la sociedad.
Infortunadamente, la crisis de 1995 echo por tierra el incipiente consenso y
destapó la caja de Pandora. Ahora ni la democracia ni la alternancia en el
poder han cambiado dicha realidad. El conflicto político llegó para quedarse y
esto es la causa principal del estancamiento económico, pues es fuente de
incertidumbre, la peor enemiga de la inversión.
Por algunos años, México tuvo una economía
que gozaba con gran ventaja competitiva dada su cercanía con los mercados más
dinámicos, se logró un acceso de privilegio al mercado estadunidense, y el
Tratado de Libre Comercio convertía a nuestro país en una atractiva plaza para
la instauración de plantas industriales. Con todo, tales ventajas fueron
erosionándose en la medida que no se incrementó la productividad económica
interna y que otras economías si lo hicieran. México se durmió en sus laureles,
y países como China y Brasil fueron desplazando al país en materia de
exportaciones. México se rezagó en todos los órdenes, desde el educativo hasta
el de infraestructura, pasando por lo fiscal y la eliminación de los obstáculos
burocráticos.
Actualmente el país está nuevamente ante un
cambio de grandes proporciones en cuanto a las vinculaciones económicas y
comerciales, lo que genera magnas oportunidades en el desarrollo económico
mexicano, pero éstas no se dan por sí mismas. Desgraciadamente no parece que
exista claridad en la visión ni la disposición en las fuerzas políticas para
traer a la realidad aquellas oportunidades. Esto último es trascendental, pues
la característica substancial en la edificación de un futuro anida en la
continuidad de las políticas públicas. Y para muestra fehaciente de esto
último, refirámonos a Brasil, que como en todo sistema democrático ha cambiado
de gobierno empero la estrategia de desarrollo se mantiene, convirtiéndose
invariablemente en un acicate para la inversión. Dicho en otros términos,
nuestro futuro necesita de un entendimiento que permita la continuidad.
Los últimos decenios son testimonios
fidedignos que México ha sido incapaz de articular una estrategia de desarrollo
que le dé dirección al país, mas la incapacidad no está en la articulación he
de aclarar, sino en cuanto al consenso político que permita su adopción. No se
ha sido capaz de sostener un proceso transformador que modernice al país y al
paralelamente cree los empleos y las oportunidades que la población demanda y
que de acuerdo con un sentido de justicia merece.
Es evidente que nuestro futuro requerirá
de diversos cambios y reformas. Adempero el único modo en que puede alcanzarse
un futuro en el sentido que San Agustín refería, es construyendo pactos
políticos en torno a un futuro que todas las parcialidades políticas, así como
la sociedad, estén dispuestas a suscribir. Como es claro, nuestro problema no
es de reformas específicas, sino más bien de conflictos políticos que han permeado
a la sociedad y que impide a ésta conferirle certeza a su deseo por salir del
atolladero y comenzar a construir un porvenir distinto.
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